Crítica de “Viejo Calavera”, de Kiro Russo (Competencia Internacional), por Aldo Padilla, Perú

La copia de Viejo Calavera que fue exhibida en el Festival de Valdivia incluía subtítulos en español, situación que me extrañó mucho ya que, a pesar que el film incluye algunas palabras en quechua, es mayoritariamente hablado en español. Una nueva reflexión me llevó a pensar que mi punto de vista era demasiado parcializado, dado que soy originario del lugar donde se rodó la película, por lo que era necesario un punto de vista ajeno.

Una breve encuesta me llevó a la rápida conclusión que aquel lenguaje estaba un tanto distorsionado por las bolas de hojas de coca acumuladas en la boca de los mineros, lo que hacía incomprensible a momentos los entonados diálogos de dirigentes sindicales, del minero común que tiene esa manía de hablar sin abrir mucho la boca (una característica que se tiene en el occidente boliviano en general) o de los abuelas que hablan siempre en un tono de lamento y con esa mescolanza entre español y quechua que puede confundir, además del extraño manejo de los tiempos verbales y el abuso del verbo haber. El meticuloso tratamiento del lenguaje que hace Russo es fundamental a la hora de retratar el subterráneo mundo de la minería boliviana, un acercamiento casi documental que, a pesar de ser parte de una ficción, se enriquece con las actuaciones de intérpretes que hacen de sí mismos.

El lenguaje también nos permite definir las etapas que se desarrollan en la historia, el luto se siente en los primeros planos con las palabras entrecortadas y maternales de una anciana pidiendo a su hijo que vuelva. Precisamente esas palabras definirán el dolor que une a todos los actores en diferentes grados. Los diálogos duros y acusatorios marcan la etapa más larga del film, en la cual el protagonista deambula dentro de una mina en la que su prioridad mínima es hacer su trabajo, los reproches hacia el alcoholizado protagonista se mezclan con un lenguaje condescendiente de comparación con su fallecido padre que hará que el ambiente hostil haga más insoportable el silencio de esa mina que solo es interrumpido con el rugir de las máquinas cual si fueran las entrañas de los socavones devorando gente y regurgitando plata a cambio. Los únicos diálogos de comprensión vienen de parte del tío del protagonista, que se convierte en una suerte de figura paterna y que busca con palabras calmadas llamar a la reflexión, pero que chocan con el muro del desinterés absoluto.

Es difícil definir o acercarse al film sin usar la palabra oscuridad, ya que visualmente todo tiende a la ausencia de luz, ya sea en las noches de discotecas, las madrugadas en las que se lucha contra la realidad, o la atemporalidad de las minas en las cuales pareciera que el tiempo no tiene un valor real y que se convierte en un estado de insomnio constante. La oscuridad tan intensa nos recuerda a las historias de esquimales, las cuales diferencian 30 tonos de blanco y que se contrastan con mineros que pueden diferenciar cuan cerca de la ansiada superficie se encuentran o si están a kilómetros de algún rastro de realidad. Estas ausencias de luz apenas se interrumpen por un casco que se asoma lentamente, por una corriente de vapor que pareciera el aliento de una tierra cansada o por el resplandor de la preciada veta de plata que asoma tímida.

La cámara de Russo se mueve libremente a través de las minas cual si fuera “El tío”, ese ser sobrenatural venerado en la mitología minera, un ser diabólico ávido de sacrificios, cigarrillos, coca y alcohol, “El tío” que observa al protagonista y pareciera deleitarse con su embriaguez y con su ausencia de la realidad. La mirada felina de Russo se mueve en silencio, saltando entre pozos sin fondo y adaptando sus pupilas rápidamente a cada entorno más oscuro que el anterior, la misma cámara silenciosa que miraba desde lejos a una pareja migrante boliviana en un edificio bonaerense en su anterior film Nueva vida, donde a pesar de la distancia desde la cual los miraba curioso, podía notar una intimidad en base a pequeños gestos y con una materialidad propia de los 16 mm usados.

Una canción emblema de la lucha minera por la democracia, se escucha ya casi cerrando el film, la desgarradora emocionalidad muestra toda la lucha representada por esta clase obrera tanto dentro como fuera de la tierra, una melodía que recuerda al dolor con la que se canta Roll Jordan Roll en 12 Years a Slave (12 años de esclavitud), una representación de un final del camino y de una libertad fugaz que en el caso de Viejo Calavera está filmada lejos de las entrañas de la tierra, en una zona selvática caracterizada por el concierto de una naturaleza con ansias de abrirse paso.

“Ahora me voy
y en mi pecho nace un grito
todos juntos compañeros
Los mineros volveremos”

 

 

 

 

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